La mutación de la conferencia de las partes

COP 25

Llegar a Madrid en este diciembre inesperadamente benigno hace encontrarse con una ciudad solo levemente alterada por la COP 25.[1]  Una enorme marcha ciudadana para exigir mayor (alguna) ambición en la acción climática, realizada el viernes 6, no consigue interrumpir del todo las rutinas de los madrileños. Viniendo de América latina, donde las calles se han vuelto el escenario central de los conflictos políticos y de reclamos sociales irresueltos, esa movilización parece inusualmente civilizada, casi gentil, aunque muy apropiada. “La esperanza no está dentro de los muros de la Conferencia [la COP 25], sino aquí en la calle” y “queremos acción real, pero la acción no esta sucediendo”, fue su conclusión.

Es que las Conferencias de las Partes dedicadas al cambio climático han cambiado mucho, o al menos así se lo parece a este observador. En este cuarto de siglo de reuniones sucesivas han, en efecto, mutado.

Durante un tiempo, en los inicios, fueron sesiones casi recoletas, para negociadores y científicos, con la participación de algunos representantes de la sociedad civil muy conocedores del tema, donde se discutían cuestiones que no estaban casi en la agenda de la sociedad y solo marginalmente en la agenda política.[2]

Las cosas empezaron a cambiar en Kioto, pero la negociación sobre un régimen de gobernanza para enfrentar el cambio climático siguió siendo en esencia, como sugiere el negociador británico John Ashton, el resultado de un proyecto científico al que la clase política respondía con cierta morosidad y muchas cavilaciones. Es que el cambio climático tenía claras implicancias políticas y consecuencias dispares para la sociedad y la economía. Se trataba de impulsar la creación de las condiciones de gobernanza a escala planetaria para enfrentar un problema global, respecto del cual la ciencia hacía un llamado angustiado y perentorio a la acción. Actuar implicaba, por cierto, decisiones políticas muy difíciles pero necesarias, si se querían evitar las consecuencias del problema, que los científicos caracterizaban con precisión, aunque no con plena certidumbre.

A partir de Copenhague, en el 2009, las conferencias de las partes se volvieron crecientemente un asunto de visibilidad política, pues la cuestión se ubicó de lleno en la agenda internacional. Las reuniones empezaron a contar con una presencia cada vez más masiva de negociadores y las delegaciones a estar integradas por líderes políticos del más alto nivel mundial, mientras los medios de comunicación intentaban recoger los detalles técnicos de la negociación lo mejor que podían, pese a su complejidad.

El Acuerdo de París marcó el inicio de una nueva etapa e introdujo un cambio esencial en la arquitectura del régimen climático. A partir de entonces ganaron espacio, casi inevitablemente, los actores no estatales, los estados subnacionales, algunas empresas (cada vez más) deseosas de mostrar que estaban dispuestas a recorrer un camino nuevo hacia la transición, las organizaciones no gubernamentales, las comunidades de pueblos originarios -entre los mas afectados por los impactos del cambio climático, pero también por las transformaciones que provocaron el fenómeno-, los jóvenes, que heredarán inexorablemente la devastación ocasionada por estos dos siglos largos de crecimiento desequilibrado y desigual.

La COP 25 de Chile, aunque realizada en Madrid, por cierto, prolonga esta tendencia. En un espacio concebido idealmente para dialogar, encontrar puntos comunes, y acordar, proliferaron los conflictos que nacen de la confrontación de intereses nacionales particulares ocultados hábilmente mediante tecnicismos. Los actores políticos, las naciones, parecen cada vez más incapaces de alcanzar un acuerdo mínimo. Prevalecen los lideres irresponsables, superficiales, insensibles. Lo que Paul Krugman califico ‘the unwisdom of elites” se ha hecho mas severo y mas potente en la arena internacional -y no solo en el ámbito de las decisiones sobre el cambio climático-, e impulsa la fragmentación, a la vez que debilita y aísla los delicados procesos de cooperación aún en marcha.

En estas circunstancias, como la inercia política en las naciones poderosas no consigue ser contrapesada por los esfuerzos de algunos bloques de países, a veces numerosos, pero que carecen de peso suficiente per se para aumentar la potencia del régimen de gobernanza, son precisos nuevos liderazgos, y se hacen claramente visibles aquellos que vienen de los bordes del sistema y expresan mayormente rechazo.

La construcción social del liderazgo no exime de observar que hay un vacío nacido de la incapacidad para la acción y para la ambición al enfrentar el cambio climático, cuando la acción es tan imprescindible como urgente.

No basta sin embargo, con un puro liderazgo mediático; es preciso construir o, más precisamente reconstruir, uno orientado a la cooperación y capaz de ser solidario.

Para eso tal vez sea necesario crear una nueva vía para canalizar los impulsos de cooperación que hoy parecen insuficientes para movilizar plenamente el Acuerdo de París.

[1] La COP 25, la vigésimo quinta conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, celebrada en Madrid del 2 al 13 de diciembre de 2019, que en la práctica concluyó el 15 de ese mes.

[2] No incluimos naturalmente en esta caracterización la Cumbre de Rio en 1992, donde se acordó la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático y fue un evento de extraordinaria convocatoria social.